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FALSOS AMIGOS

440px-WLANL - MicheleLovesArt - Museum Boijmans Van Beuningen - Eva na de zondeval, Rodin

Al aprender idiomas los profesores siempre avisan sobre la importancia de distinguir a los falsos amigos, es decir a palabras que pueden sonar igual o provenir de la misma raíz, pero que han adquirido significados diferentes y con las que hay que tener cuidado al hablar. Lo mismo sucede en la vida y la sociedad con personas a las que todo debería hacer afines a nosotros, pero que resultan ser lo contrario de lo que se supone en teoría: adversarios, indiferentes o claramente enemigos.

Ya me he referido en estas entregas al “síndrome Lagerfeld”, es decir a la actitud de ciertas personas LGTB a despreciar a otros congéneres por pobres, militantes o no de su gusto, además de aliarse con el bando contrario a los derechos LGTB, que ellos interpretan más bien como privilegio propio y no generalizable. Podríamos seguir definiendo muchos más síndromes patológicos identificables en una gran variedad de individuos egoistas, insolidarios, reprimidos o permanentemente asustados, pero haría falta un grueso volumen para semejante taxonomía.

Sin llamarlo síndrome, hay una tendencia en las personas de edad, es decir, las que nacieron hasta los años 60 aproximadamente, a reaccionar en contra de personas, situaciones o derechos que les parecen mal por un sinnúmero de confusas razones aparentes, pero en realidad por una única causa: la visibilidad y, peor aún, cuando a la visibilidad acompaña la normalización, es decir, una cierta asimilación a la mayoría.

Pudo comprobarse esto cuando se reclamaba el matrimonio igualitario y se atacaba este tanto desde ingenuas posiciones revolucionarias utópicas como retrógrado, burgués, “copia de los heterosexuales”, etc., como desde el más viejo conservadurismo que solo veía posible una familia modelo de papá, mamá, parejita de niños y perro. A estas posturas se sumaba una con apariencia de modernidad, pero realmente  muy antigua, la de los gais que separaban su vida claramente en dos mitades: la sexual y la otra.

Estos individuos no se distinguían de la mayoría durante el día, no hablaban de su “vida privada”, odiaban la pluma y criticaban los desfiles del orgullo, mientras que por la noche frecuentaban clubs de alterne gay, compraban sexo y hasta se permitían una cierta confraternización con otros gais. Puede que por genética, pero más probablemente por homofobia interiorizada, la sola idea del amor entre dos hombres (no tanto entre dos mujeres) les parecía ridícula a la luz de su machismo. De aquí la “risa” que le entraba al Sr. Alvaro Pombo, por ejemplo, al oír hablar de matrimonio igualitario.

Hay pioneros gais del pasado, como André Gide, que tenían una actitud similar, pero a ellos hay que comprenderlos en su época, mientras que a los actuales no se les debe excusar las bombas de profundidad que a veces lanzan contra los derechos LGTB, más peligrosas por ser ellos mismos parte de la minoría. Es mejor que permanezcan callados y recogidos en su particular doble vida, en su negación del amor y en su particular fantasía: que a ellos los respetan más por más afines a la gente “respetable”, ignorando voluntariamente que esto está solo en su imaginación porque, a pesar del odio, la valentía siempre impresiona más que la vergüenza.

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